Tuesday, January 02, 2007

DESCANSA EN FUNK


JAMES BROWN: EL RITMO DEL INFIERNO

Como esos niños vagos del Mapocho, el músico consiguió lo mismo que Maradona. Vencer el destino a punta de talento, instinto, cocaína y música. Murió el lunes pasado y su historia se convertirá en película en el ojo de Spike Lee. Acá un recorrido por su vida convulsa como el siglo XX y explosiva como el sexo bajo un puente.


Nación Domingo


Gabriela García / Rodrigo Quiroz Castro


Un adolescente negro corre por las calles de Augusta, Georgia. Acaba de robar en el lado blanco del barrio. Un policía tan amable como un funcionario de la Gestapo lo persigue. El chico jadea y sin soltar el botín se lanza a las aguas de un alcantarillado. Se sumerge entre la mierda y con un tubo de plástico respira. La policía lo busca, pero luego de un rato abandona la presa.

James Brown se asoma entre el estiércol y sale a la superficie. Observa con esa mirada que tienen los chicos maltratados por la vida desde antes de nacer.

Alguna de estas imágenes debe tener en mente Spike Lee, el cineasta de color que prepara una película sobre el cantante fallecido el 25 de diciembre. La cinta se rodaría el 2008 y el argumento contó con la supervisión del Padrino del Soul. Lee vuelve a sus raíces al ritmo de la África pisoteada en Norteamérica, con la historia de un ídolo exquisito e imperfecto. Porque Brown movió la sangre negra, lustró botas y bailó en las esquinas por monedas. Remeció al planeta, disparó al auto de su esposa, tocó piano a la luz de la luna, estuvo en cana, boxeó a Dios, folló bajo los puentes, abofeteó a sus mujeres y se drogó diciendo que prefería “morir de pie, que vivir de rodillas”.

BLACK DOG

El consenso dice que James Brown nació en mayo de 1933 cerca de Barnwell, Carolina del Sur. Ahí la pobreza era un fantasma que corroía los muros de su infancia. En una cabaña de madera ubicada en medio de un bosque desolado, comió y durmió en una sola pieza. Tocó las primeras notas de una armónica que le regaló su padre y palpó la soledad entre las sábanas.

El despertar de Brown a los cuatro años, no fue menos amargo. En el umbral de la puerta, divisó la sombra de su madre. “Tú te quedas con el niño”, murmuró la mujer antes de marcharse. No la vería durante 20 años.

Mientras el chico masticaba el abandono y saciaba el hambre con restos de comida, su padre talaba árboles para vender madera. Pero un día no volvió más.

Brown recuerda ese pasaje en la autobiografía “The Godfather of Soul”, escrita en 1986. “Quedarme solo en el bosque sin nadie con quien hablar, me enseñó a pensar por cuenta propia. Después de eso no importaba lo que me ocurriera: cárcel, problemas personales, acoso del gobierno, podía contar conmigo mismo”, sentencia.

En una entrevista Brown contó que sus padres “lo habían dado por muerto al nacer”. Y que fue su tía Honey quien lo salvó de la muerte dándole respiración boca a boca. La mujer se lo llevó a Georgia en 1938, donde dirigía una casa de juego. El muchacho creció en medio del humo y la resaca de soldados que se embriagaban de la cintura de alguna prostituta. “Era una casa de mala fama. Vendían alcohol ilegal. Buscábamos chicas para los soldados porque necesitamos dinero. Yo bailaba para ellos para ganar algunos centavos. Algunos dicen que era un delito. Yo lo llamaba supervivencia”, afirma el por entonces Pequeño Junior.

En esa época de burdel, la música le ayudó a encontrar una salida. Un chico llamado León Austin, le enseñó a tocar el piano. La única manera de tocar el instrumento era en la iglesia, así que Brown se ofrece para limpiar el santuario Baptista Trinidad antes de cada oficio.

El haz de luz atraviesa el polvo levantado por el niño negro que acaricia el piano. El Gospel y las palmas de la gente en trance fueron la semilla de su futuro espectáculo.

Cabrón con oído

Convertido en una especie de Robin Hood flaite, desvalijó coches de ricos. Lo habían expulsado del colegio por no tener ropa y su rabia la expía rompiendo vidrios y comprando pilchas.

A los 16 años es capturado y condenado de ocho a 16 años. “Si no educas a alguien, no le encierres por ser ignorante”, decía mientras la vida noqueaba sus ganas de convertirse en boxeador.

Llevaba dos meses en prisión y se había ganado el apodo de Caja de Música. En el comedor de la penitenciaría, los zapatos de los reos seguían el pulso de sus cánticos religiosos. Ese rito dio a luz a un grupo de Gospel liderado por Brown.

Los gendarmes miraban de reojo al ladrón que estremecía la cárcel de Augusta con su voz áspera y movimientos epilépticos. La música nuevamente sumó méritos a su expediente y gracias a los amigos y a la insistencia de su Tía Honey, fue puesto en libertad. ¿La condición? No volver a pisar Augusta.

En 1952, Brown tenía 19 años. Tras conocer a Bobby Byrd, forman la banda: “The Famous Flames”.

Los primeros golpes del púgil fueron al aire. En 1956 compuso “Please, please, please” pero las disqueras lo rechazaron. Decidió grabarla con la plata de su bolsillo ante la mirada desafiante de la industria blanca y reventó los rankings.

La carretera norteamericana fue testigo de la energía del Señor Dinamita. Se llamaba a sí mismo: “el hombres más trabajador del mundo del espectáculo”. Quería serlo todo: hombre de negocios, empresario y artista. “No quiero derechos sin dinero. Prefiero no tenerlos y comprarlos”, sentenciaba camino a convertirse en un cabrón, capaz de despedir a un baterista por ir a orinar al baño en la mitad de una grabación.

Los músicos sabían que debían fijarse en él cuando actuaban. Si se giraba y los veía mirar hacia otra parte, los multaba. La cantante Marva Whitney tuvo que pagar 75 dólares por tener el traje arrugado antes de una presentación.

Poder oscuro

En los ’60 se mudó a Nueva York y reventó el Teatro Apollo de Harlem. El púgil apareció en escena llevando una capa similar a la del luchador Gorgeous George. “Iba a ser bueno en lo que decidiera hacer. Pero oí gritar a las chicas cuando cantaba y me olvidé del resto”, afirmaba.

A esa altura el público negro ya había encontrado a su ídolo. La voz de Brown cantando “Dilo fuerte. Soy negro y estoy orgulloso”, se convertiría en himno. Su música acompañaba los cambios en la sociedad. En 1966, sus canciones toman ribetes aún más políticos cuando el activista James Meredith es asesinado por la espalda en su Marcha Contra el Miedo. James Brown estuvo allí para inyectar su “Get on the Good Foot”, contorsión parecida al ochentero moonwalking de Michael Jackson.

El funk y los derechos civiles iban de la mano. El hombre blanco incendiaba hogares y negocios de negros y la muerte de Martín Luther King (1967) dio paso a más violencia.

Brown sirvió como catalizador de los ánimos actuando en Boston. Su show fue transmitido por TV para que la gente se quedara en casa.

Otro capítulo clave de aquellos años es su viaje a Vietnam. Él quería cantarle a los soldados, pero el gobierno no quería darle más poder al lustrabotas de Georgia. “No fui a Vietnam a luchar, fui a ayudar a personas que quizá no volveríamos a ver”, decía. Tres presentaciones diarias en la selva oriental marcaron su viaje. El fuego y las balas refrendaban su visión de vida. “Voy a expresarme de una manera cruda y salvaje”, decía mientras EE.UU. enterraba muchachos caídos en la guerra.

Paga lo que debes

El rostro del “Padrino del Soul” (sobrenombre que se ganó luego de haber compuesto la banda sonora de la película “Black Caesar”, sobre la mafia negra de Harlem en 1973), poblaba la radio y la televisión. El mundo era un control remoto que él manejaba sin vacilaciones. Y sus coristas, amantes que el artista espiaba día y noche a través de una línea directa. A esas alturas, Brown había comprado una emisora, aviones y construido una casa discográfica. Pero la fama le había llenado los bolsillos de un dinero que no podría sostener por mucho tiempo. Fue acusado de payola. Y Hacienda comenzó a perseguirlo. “Primero debía dos millones de dólares, luego cinco. Tenía la sensación de que me vigilaban. Se llevaron todo. Confiscaron mis coches y mi casa. Pensé que era el fin del mundo”, reconoció.

Paralelamente al fracaso económico, la música disco invadió los locales nocturnos. El público ya no quería pagar la entrada de un show en vivo, sino sudar melodías envasadas. El showman sintió el sabor de la derrota en plenos años 80. Sufre la muerte de su primogénito Teddy en un accidente automovilístico y su segunda mujer lo abandona llevándose a sus dos hijas.

En vez de ahogarse en llanto, afinó su garganta y apareció como un predicador en la memorable película “Blue Brothers”. Actuar se convirtió en su terapia.

Tiempo después se casó por tercera vez. El matrimonio fue tormentoso y sobreexpuesto. En 1988 su mujer lo acusa de intento de homicidio en Carolina del Sur. Los cargos: disparar al coche de ella y atacarla con una barra de hierro.

Brown ignora la orden de detención y huye. Luego entra armado a un seminario sobre seguros. Un desfile de coches lo persigue por dos estados. La policía disparó 23 balas hasta pinchar las ruedas de su camioneta. Brown no aceptó los cargos de conducir drogado ni de oponer resistencia. Y su tozudez conllevó una condena de seis años en Georgia y en Carolina del Sur. “Si eres negro y famoso como yo, vas a la cárcel para servir de ejemplo. Fui a la cárcel. Y gracias a Dios pude descansar”, afirmó. Tenía casi 60 años. Lucía ojeras, pelo seboso y en su pecho, un letrero lo fichaba como el preso 6.413. Igual sonreía.

Brown fue liberado luego de dos años y medio. Sus años en la cárcel popularizaron su música entre la nueva generación del gueto: los músicos de hip-hop y rap. En los noventa sobrevive girando. Visita Chile (ver recuadro) y recorre el mundo usufructuando de su leyenda y sus escándalos.

“Donde me crié no había salida. Tenías que buscarte una. La mía fue crear a James Brown. La gente dice que tengo un gran ego. Necesitaba tenerlo para poder hacer algo con mi vida. Debo tener un ego ahora para decir: Sí, soy James Brown y aún me va bien”, decía.

EL ÚLTIMO GRITO

Dígale como quiera. James, Rey, El Padrino… el hombre dejó de respirar el 25 diciembre. Tenía 73 años. Mientras la humanidad festejaba la Navidad, el negro exhaló tres veces luego de decirle a su compañero de ruta, Charles Bobbit: “Esta noche me voy”. Después cerró los ojos y su mandíbula quedó tiesa.

Eran alrededor de las 1:45 de la madrugaba. Y en el hospital Emory Crawford Long de Atlanta, la noticia saltaba a las primeras planas del mundo. Una neumonía terminaba con las andanzas de Brown.

Tras la muerte, lo obvio. De Mick Jagger a George Bush entregando palabras de congoja y reconocimiento. El cadáver recién se enfriaba y su última esposa, Tomi Rae, era retratada en la puerta de su casa de Carolina del Sur llorando, ante dos gorilas que le negaban el paso por orden de los abogados del músico. No podía ser de otra manera. El escándalo hecho música. Su estatua de Augusta se llenaba de flores. El jueves era despedido por un mar humano en el teatro Apollo de Harlem. Sus restos vestidos en un impecable traje azulino recibían el adiós de su gente.

El viernes el cuerpo fue trasladado a Georgia, ahí sus cercanos lo despidieron en una ceremonia privada. Ayer era enterrado en el mismo pueblo donde robaba y se ocultaba en los alcantarillados. En medio de las exequias, el productor Brian Grazer confirmó que Spike Lee rodará un filme sobre su vida.

El director más militante del cine afroamericano tiene una tremenda historia entre sus manos. Ahora debe estar imaginando escenas. Un negrito patipelado deambulando con una armónica por el bosque. Hambriento, harapiento. Pies de oro. Energía cósmica. Balas, un micrófono antiguo. La mirada de un viejo pato malo que gobernó el planeta, que salió de la mierda de la pobreza bailando, que jaló cocaína como Pacino en “Cara cortada”, que sobrevivió y que ahora se llevó su fiesta al infierno.


Bestia negra: te vi el 97

Sergio Benavides


Enfermo trabajólico, acelerado, violento, machista y semilla fundamental del soul. Puro talento. Capaz de realizar 350 conciertos en el año. No se asqueó con el abundante trabajo, menos cuando recordaba que sus primeros morlacos los juntó revolver en mano y terminando en la comisaría. Chile fue testigo de dos episodios memorables de su histrionismo. En 1997 en el actual Víctor Jara y el 2005 en Viña del Mar. Ambos, mostraban el ocaso de un mito. Una bestia negra que necesitaba la amplificación al máximo de su garganta para no fallar en las tonalidades de su carraspeada voz. No desafinaba, el repertorio no exigía una elasticidad extrema. Su cuerpo si que sabía moverse, aunque no despeinaba ni uno solo de sus alisados crespos. Pero en lo musical los temas estaban acelerados, como tocados por Los Ramones. Vivía de la leyenda. La cadencia y soltura del funk desaparecían para dar paso a una orquestación evidentemente correcta, hablamos de James Brown, pero sobreexcitad, exigida, quizás como su vida personal, quizás para demostrar que el paso de los años no le había restado vitalidad. Exagerado. Pero así era él. Capa, vestido de rojo, exigente y soberano.

En 1997 hubo de todo. El artista fumaba habanos en los camarines y se rodeaba de cariñosas morenas y amistosos gorilas. En la cancha, una tipa bastante amplia conocida por un programa juvenil de esos años movía sus grandes caderas mientras en la tribuna gritaban los impacientes. Afuera el show no comenzaba todavía, adentro hace rato.

Solo hits. Uno tras otro. Todas parecían “I feel Good” y no lo eran. A cada rato Brown preguntaba “What time is it”. Y es que, más allá de evidente juego del show, en el concierto la hora parecía algo fundamental. Había que meter canciones, lanzar la capa, limpiar el suelo con la espalda y respirar unos minutos con los latidos del que fuera su primer sencillo “Please, please, please”. Una de las licencias más notables de la venida. La música se detiene y Mr Brown (como le gustaba que le llamaran) deja de solista a la más curvilínea de sus coristas. La pifiadera fue estruendosa cuando la cantante interpretó a capela el coro de “Will always love you” de Whitney Houston. Un desastre. Patético. El público que asistió era funkero, pero Brown no lo distinguió de sus habituales pasadas de Las Vegas. Pero se le perdona, como no, si la dinamita también gusta. Y fue uno de los padres, el tipo de artistas que pagan con su historia los errores de la vida.